TEXTO II
Conocí a Mamá Blanca mucho tiempo antes de su muerte, cuando ella no tenía aún setenta anos ni yo doce. Trabamos amistad, como ocurre en los cuentos, preguntándonos los nombres desde lejos (...). Iba yo jugueteando por el barrio y de pronto, como se me viniese a la idea curiosear en una casa silenciosa y vieja, penetré en el zaguán, empujé la puerta (...) pasé la cabeza por entre las dos hojas y me di a contemplar los cuadros (...).
Allá, más lejos aún, en el cuadro de una ventana abierta, dentro de su comedor, la duena de la casa, con cabeza de nieve y bata blanca, se tomaba poco a poco una taza de chocolate, mojando en ella bizcochuelos. Hacía rato que la contemplaba así (...), cuando ella, volviendo los ojos, descubrió mi cabeza que pasaba la puerta. Al punto, sorprendida y sonriente, me gritó carinosa desde su mesa (1):
- ¡Aja, muy bien, muy bien! [Averiguando la vida ajena, como los merodeadores y los pajaritos que se meten en el cuarto sin permiso de nadie! ¡No te vayas y dime cómo te llamas (2), muchachita bonita y curiosa!
(...)
Desde mi primera ojeada de inspección había comprobado que aquella casa de limpieza fragante florecía por todos lados en raídos y desportillados, cosa que me inspiró una dulce confianza. La jovialidad de su duena acabó de tranquilizarme. Por ello, al sentirme descubierta e interpelada, en lugar de echar a correr a galope tendido como perro cogido en falta, accedí primero a gritar mi nombre, y después, con mucha naturalidad, pasé adelante.
Sentadas frente por frente en la mesa grande, comiendo bizcochuelo y mordisqueando plantillas dialogamos un buen rato (3). Me contó que en su infancia había traveseado mucho con mi abuelo, sus hermanos y hermanas por haber sido vecinos muchos anos, pero en otro barrio y en unos tiempos que ya se iban quedando tan lejos, jtan lejos!... (...)
Nadie comprendía que a mi edad se pudiesen pasar tan largos ratos en companía de una senora que bien podía ser mi bisabuela. Como de costumbre, la gente juzgaba apoyándose en burdas apariencias. Aquella alma sobre la cual habían pasado setenta anos era tan impermeable a la experiencia que conservaba intactas, sin la molesta inquietud, todas las frescuras de la adolescencia y, junto a ellas, la santa necesidad del árbol frutal que se cubre de dones para ofrendarlos maduros por la gracia del cielo. (...)
No creo, por lo tanto, exagerar al decir no solo que la quería, sino que la amaba (4) y que como en todo amor bien entendido, en su principio y en su fin, me buscaba a mí misma. Para mis pocos anos aquella larga existencia fraternal, en la cual se encerraban aventuras de viajes, guerras, tristezas, alegrías, prosperidades y decadencias, era como un museo impregnado de gracia melancólica, donde podía contemplar a mi sabor todas las divinas emociones que la vida, por previsión bondadosa, no había querido darme todavía, bien que a menudo, por divertirse quizá con mi impaciencia, me las mostrase desde lejos sonriendo y guinando los ojos maliciosamente. Yo no sabía aún que, a la inversa de los poderosos y los ricos de este mundo, la vida es espléndida no por lo que dá, sino por lo que promete (5). Sus numerosas promesas no cumplidas me llenaban entonces el alma de un regocijo incierto.
Teresa de la Parra
Las memorias de Mamá Blanca. París: Le Livre Libre, 1929.
volviendo los ojos, descubrió mi cabeza que pasaba la puerta. Al punto, sorprendida y sonriente, me gritó carinosa desde su mesa: (1)
Segundo a narradora, seu primeiro encontro com Mamá Blanca aconteceu quando ainda era criança.
Indique o que motivou a ida da menina à casa de Mamá Blanca pela primeira vez e retire, do trecho citado, as três palavras, em espanhol, que descrevem como a senhora a recepcionou.